No había visto amor semejante, un padre que no espera frutos de su protegido, un magro amor al placer de tenerlos entre sus brazos, como un pulpo enlazó sus libros y entre los dedos que asomaban dejó el boleto. El cascabel de fierro viejo lo ensoñó en las olas del camino, voló al azul del cielo y se zambulló en el mar que lo meneaba al azar, baches saltarines golpeando en los corales, se apoderaron de él la tinieblas y fue aún más profundo, detrás del mundo, paralelo a la vida, con el pecho protegido en cartoné y hojas blandas, hasta que una de ellas fue mojada; empapado entonces en el camino desgraciado en su regreso, con sal en los ojos despertó de su letargo –¡Rapidito, rapidito, carteras y celulares!.
El herrera
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