Rodantes


                –He contado no menos de seis zopilotes siguiéndonos desde hace dos kilómetros Armando, seguro esperarán nuestra muerte –Yo también me preguntaba quién se rendiría primero, aunque entre mis opciones no estaban nuestros pasos frente al aleteo de los zopilotes, más bien, Carlos, que no paraba de hablar, vs las extremidades emplumadas de las aves que llevaban la mira fija en nosotros los últimos kilómetros que habíamos avanzado.

                No había sido sencillo congeniar con Carlos, quizá nuestras personalidades habrían empatado de haber tenido la misma sangre en su totalidad, por otro lado, quizá también, alguno habría muerto ya de inanición de haber sido ambos estúpidos como su padre, o en su caso, uno habría asesinado al otro de ser los dos tan intransigentes como Don Armando, como sea, soportarlo había sido difícil, y educarlo, hasta ahora, imposible, las malas anécdotas fluían a caudales mientras yo me encargaba de maniobrar la corriente de idioteces que nos habrían arrastrado a cientos de problemas de no haberme vuelto hábil para llevar mis labores cotidianas, que nos mantenían con los estómagos llenos, al tiempo que rescataba nuestro refugio siempre en peligro gracias a las ocurrencias de mi hermano.

                Esta vez no había sido por su culpa, al menos no el hecho de que viajábamos con rumbo fijo, pero en dirección, más que desconocida, olvidada. Salimos el Martes de casa, rodamos muchas horas, el viaje había sido sencillo, éramos solo él y yo más el peso de una maleta que contenía apenas lo necesario, cosa que para esta hora agradecía, pues lo que sí había sido su culpa, era el hecho de que ahora caminábamos debido a la última de sus ocurrencias –No pensé que fueran capaces Armando, ­­­­­además, necesitábamos cambiar esa llanta, si hubieras visto lo confiables que se notaban habrías hecho lo mismo, no te preocupes hermano si los volvemos a encontrar se van a arrepentir, no voy a fallarles de nuevo –Se quebró su voz adolescente pero no se permitió llorar, o, al menos, no permitió enterarme.

                Durante el último trayecto y luego de algunas acusaciones con recuerdos de las que fueron algunas de sus peores anécdotas, entre caras de culpa y una gran indignación de su parte por mis punzantes afirmaciones recordamos a mamá, – ¿Habría sido distinto de haber estado ella con nosotros Armando? –Dijo Carlos –Y yo que sé –Contesté desinteresado ­–La vi si acaso tres veces, la escuché algunas más y de no ser por la tía Paty ni la recordaría y mucho menos nos habríamos enterado de esta situación –¿Cuándo volvió? ­–Mantenía una melancólica nota en la pregunta. ­–Ni lo sé, ni me interesa saberlo. –Conteste cómo la vez anterior.   –Conmigo pasa lo mismo Armando per… –Pero, sea cual sea la razón, debemos verla –Le interrumpí, y señalé –Es como aprendimos a hacer las cosas Carlos, y ahora que no está la tía es mi responsabilidad hacerte cumplir con las obligaciones que nos corresponden como hijos y como hombres.

                La tía Paty no era de mi total agrado y mucho menos del de Carlos, nos había corrido de su casa cuando el apenas cumplía los 12, Carlos, en un intento de fumador rebelde, había incendiado una hamaca que colgaba en el cuarto del tío Ernesto, incendio que por poco se extendía al resto de la casa, las reacciones fueron una locura, el negro humo de los hilos enredados consumiéndose trajeron el recuerdo del tío, el hijo único de la tía Paty,que igual que mamá, y a la misma edad del pirómano de Carlos, se había ido a los Estados Unidos, de eso ya habían pasado muchos años, pero la tía Paty no perdía las esperanzas de que volviera a su casa, y ya siendo un adulto se recostase en aquella hamaca que la tía cuidaba más que el altar al que le confiaba su oraciones para hacerlo volver, en el único cuarto repintado de la casa.

                A diferencia de la tía Paty nosotros habíamos perdido toda esperanza, Carlos incluso aparentaba ni siquiera recordar que aun teníamos madre, era la tía su única representación de madre aceptada. No fue menos entonces el dolor, convertido luego en rencor, cuando con el último de los desatinos de mi hermano, y con el pretexto de mi nueva mayoría de edad, nos habían echado a la calle con la mejor herramienta que pude haber obtenido de ese lugar, el carácter formado por La tía Paty, muy concienzuda, estricta y de alguna forma bastante entendida de nuestra situación, razón por la cual jamás pude reprocharle el habernos desalojado, entendía perfecto que ni siquiera yo había hecho lo suficiente por darle algunos buenos consejos a mi hermano menor, así es que no me quedaba más que tomar la misma maleta que hoy nos acompañaba y echar las pocas cosas que nuestra tía nos había podido dar, camisas regaladas, algunos libros despastados cuyos títulos descubrí años después y de los que nos deshicimos en alguna de nuestras primeras mudanzas, partimos pues de ahí a una nueva vida llena de cosas viejas.

                Notamos al final del camino, que no era el final del nuestro, más bien el final del camino solitario, la entrada a un pequeño poblado donde según Carlos estaba nuestro destino, un pueblito con algunas viviendas entre cajones industriales que daban la bienvenida a una ciudad más adelante y poco antes de estos cajones una pequeña construcción aladrillada con amplias ventanas, en donde, además de los zopilotes esperándonos, pude apreciar nuestra bicicleta con sus inconfundibles rines verdes descansando sobre una de las columnas viejas, seguro estarían ahí también nuestros defraudadores pero no logré ver a ninguno a la distancia. Llegaríamos  ahí con sigilo en quizá unos 5 minutos, nos acurrucaríamos entre la maleza que sobresalía del pantano a orillas de la carretera algunos minutos antes del anochecer para tomar por sorpresa la bicicleta y emprender la huida, basto decirle a Carlos que se agachara y guardara silencio para que ambos estuviéramos agazapados entre el zacate, –Carlos, sígueme –siempre lo pensé de esa forma, Carlos no era un muchacho con alguna maldad premeditada, por el contrario, siempre lo consideré un joven que actuaba con naturalidad, incluso le creía cuando al no realizar una actividad se excusaba con un lo olvide hermano, nunca desobedeciendo una orden de forma premeditada, apreciaba en él, es más, la bondad en sus errores, así pues mirándonos ya en la poca luz de la noche que iniciaba, le dije que nuestra bicicleta estaba frente a nosotros orientándolo hacia la vieja casa abandonada, recuerdo luego haber dicho textualmente –Mira al menos esta la vamos a poder solucionar –Reconozco esta frase como el botón que activó justo lo que jamás había pensado de Carlos, al mencionar esta palabras escuché claramente –Esta vez será distinto –puso una mano entre mi hombro y espalda, jalando un poco la correa de mi mochila y corrió sobre aquella construcción, –Espera Carlos ¿Qué haces? ­–Le grite apretando el gañote para evitar que me escucharan, en una de las ventanas asomó la espalda del cuidador de la bicicleta, enseguida, en silencio casi rodando entre el monte punzante y aun pretendiendo cumplir con nuestra misión silenciosa fui tras Carlos para alcanzarlo, no podía dejarlo solo, era mi hermano y definitivamente no podía confiar en él, no llegaba al camino que desviaba para llegar a la casucha y Carlos ya volvía con la bicicleta a toda marcha, subí en circulación, como cuando niños, a los diablitos apretando sus hombros para no caerme en nuestra triunfal huida, nunca tan entendidos los dos, todo en silencio, con un gran alivio, del vigilante de la bicicleta no vi ni supe más.

                Sentí que no bajó la velocidad un largo tiempo, parecía un poseído, confundido, yo no podía evitar sentir una especie de orgullo que no había sentido antes, parecía que esta vez Carlos había corregido una de sus tantas faltas, a ratos, entre la adrenalina de la escapada, las cuestiones de porque Carlos no bajaba la velocidad y la brisa fresca de la noche que caía sobre nosotros, pensaba en la bicicleta ¿La habíamos robado? Habíamos participado juntos en un robo, no podía considerarse así pues en realidad la habíamos recuperado, aún así me hacía feliz compartir con mi hermano nuestro delito o, cuando menos, nuestra venganza.

                –Es aquí –Fue todo lo que dijo Carlos, mientras se deslizaba la llanta con el freno totalmente empuñado, –Es aquí, – estaba a punto yo de mencionarlo, la casa permanecía como desde sus doce, la misma fachada y la misma pintura desgastada, nuestra madre estaba en el interior agonizando según las últimas palabras de la tía Paty –¿Cómo han estado chamacos? –Ninguno de los dos contestó, caminamos de frente en el pasillo, desde la puerta de la entrada al fondo de la sala, yo seguía a Carlos y a la entrecortada línea roja, que apoyada su mano a la pared azul turquesa, iba marcando. Extrañaba tanto a la tía Paty, extrañaba todo cuanto nos había enseñado, eso no detuvo mi camino, mi encargo seguía siendo el cuidando de mi hermano menor, como lo había sido desde el primer día que nuestra madre partió, como lo había sido cuando a la calle habíamos salido determinados; Por su parte Carlos caminaba sin detenerse pateando o pisando lo que se topara en su camino a la habitación, también como lo había hecho desde el primer día que ella se fue.

                Habrá dicho ella dos o tres palabras, le había costado trabajo mencionarlas y la distancia que se interponía entre nosotros, parados justo en el punto en el que Carlos había decidido detenerse, nos dificultó entender el último mensaje, tal vez de arrepentimiento, la tía Paty sollozó con la mirada caída, nosotros nos miramos, justo como se miran dos obreros luego de terminar un trabajo que les ha costado pero que les recompensa con el cobro de su salario, Carlos me tomó del brazo y con un par de caminos acuosos viniendo de sus ojos me dijo –Entrégame hermano –No me costó trabajo entender a lo que se refería, había sido la bicicleta, había sido la navaja en mi mochila que había jalado cuando corrió, y por supuesto, había sido el vigilante, nos habían enseñado bien la tía Paty, ella nos había procurado más de una década y había sido lo suficiente para construir a un par de hermanos que nunca se miraron diferente, que aprendieron a aceptar sus realidades y a responder por ellas, y en su casa y con sus reglas aprendimos, asistimos después del entierro de nuestra madre a la fiscalía, contamos nuestra historia, –Fui yo quien atacó en la construcción al vigilante –Dijo Carlos, – Vengo a entregarme.




No hay comentarios:

Publicar un comentario